«Pintura y letras acuáticas», por Matías Gómez
Ante el «Sueño en Venecia» de Eli, mi compañera de vida, escribí esta ficción.

«Sueño en Venecia», de Eliana Coniglio.
Un asunto no tan menor
La vigilia frente al cuadro cumplía semanas. Sus amigos le pedían que lo firmara. Esmeralda insistía en que todavía su “Sueño en Venecia” le pedía un color, hablaba. Su postura es similar a la adoración frente a los sagrarios, salvo que acá no hay agradecimientos o chantajes, sólo un inquebrantable estudio en la pausa. Su demora pellizca. Cuestiona incluso la calidad del tiempo entre quienes no se dedican al arte, pero quieren que venda, por su bien. Quizás teme compartir algo muy diferente a los retratos que hasta hace poco regalaba. Quizás se ama así de incompleta.
En el cuadro hay dos máscaras, con casitas prolijas al fondo y una luna. Nada del otro mundo. En cambio, algunas formas inquietan en la penumbra. Los hilos dorados de los antifaces resplandecen entre dos cavidades negras sin pupilas que juntas forman un rostro. De las esquinas brotan dos corrientes, azul y violeta, agua y flores, como si la fundición fuese el motivo del desvelo de la pintora.
Sus coleccionistas en varias oportunidades se han preguntado por qué ubica otros objetos antes del principal. Esta pintura no es la excepción. Dos góndolas confluyen hasta el centro líquido. Una no tiene gondolero. Este detalle empantana. Es probable que ese navío haya venido desde la otra orilla, de esos viajes sin retorno, aunque se ubique en el ángulo más luminoso en la escena, cerca de un puente. Bajo la luna, un puente transforma cualquier ensoñación en posibilidad. Sin embargo, los labios de estos amantes ocultos refutan esa afirmación. Después de agonizar en la pasión del carnaval se han detenido para escucharse respirar detrás de las máscaras. Y hasta los trazos suspiran. Él está levemente más arriba y mira al costado, ella parece contemplar la música de su boca fruncida. No miran al mismo horizonte; son uno en sus mitades, uno antes o después del beso, y navegan entre el olor a barro del Adriático y la opulencia de los disfraces. Él tiene la frente hinchada. La boca de ella es negra y espesa.
No hay luto, es energía cósmica, me explicaba Esmeralda. Laten. Es que los colores empujan desde el vacío. No propongo una atadura nocturna. Las imágenes entraron a la habitación mucho antes de que pudiera atraparlas en el bastidor. Las desprendí como pude. Velázquez tampoco firmó Las Meninas. Si firmo la luna dejará de rastrillar mis venas en el instante. Prefiero habitar la sombra de mi pincel.
De todos sus cuadros, incluidos autorretratos, ese fue el único sin firma. Y tuve la suerte de custodiarlo. Esmeralda tenía que viajar y sólo me pidió que no lo expusiera. Al principio pude cumplir la promesa. Trataba de no abrir el sótano donde estaba tapado “El sueño en Venecia”. Hasta que comenzó a murmurar una noche y a la semana hablaba. A veces las melodías de los besos alumbraban mis silencios rutinarios, otras noches se escuchaban gárgaras, chapoteos o el terrorífico sonido de algo pesado arrojado secretamente al canal. Creí que me estaba volviendo loco. No tuve más remedio que exponerlo para comprobar si otros también lo escuchaban.
Fue una tarde a fines de junio. Recuerdo esa época porque la niebla invernal había reducido la luz hogareña y aumentaba el efecto de la vibración en los tonos. El cuadro destacaba en el living, no tanto por el dominio técnico, pero mis amigos jamás lo escucharon. Decían que quizás la partida de Esmeralda había agudizado esa alucinación. Intenté convencerme. Algo no fluía. A la mañana siguiente encontré una pista. Detrás del cuadro chorreaba pintura amarilla. Yo estaba segurísimo que no había nada detrás cuando lo colgué. El líquido cruzaba toda la sala como una víbora eléctrica. ¡Increíble!. El «Sueño en Venecia» cobraba vida al otro lado. Tenía un agujero negro. Lo que interpretábamos era apenas una miniatura romántica comparada con aquel magnetismo sideral. Entonces comprendí a Esmeralda. No corresponde firmarlo; los auténticos colores pertenecen a la galaxia.
(Este relato pertenece al libro «La vuelta del carozo»).
Patio Serrano.
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