Letras noveles, desde la capital del mármol ónix
Nicolás Gatica Ceballos es un joven multifacético, oriundo de la localidad de La Toma, a quien no le hace falta grandes enseñanzas para aprender; de continua lectura, y constante perfeccionamiento de sus naturales dones. En esta ocasión les presentamos a un gran exponente, pensador y narrador de las cuestiones más complejas y sencillas de la vida...

Nicolás, durante sus horas de lectura en La Toma, capital del mármol ónix.
—¿Cuándo empezaste a escribir?
—¿Dónde encontrás tu inspiración?
—¿Por qué lo hacés?
—Lo hago básicamente por la necesidad de ser feliz y libre. Y por la necesidad de vivir cosas imposibles. Uno con la literatura puede vivir amores imposibles, sueños magníficos; por eso escribo.
—¿A qué público está dedicada tu obra?
—¿Qué autores leés?
—Leo mucho a Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Joaquín Sabina, Néstor Mux, Antonio Esteban Agüero, entre otros; que cada vez que vuelvo a leer encuentro nuevas perspectivas e interpretaciones. También leo muchos libros de ensayos, cuestiones más periodísticas (dada mi profesión); de hecho estudié Periodismo con el objetivo de pulir mi narrativa. Hoy eso es un sueño cumplido, pero siempre digo que soy (en este orden): escritor y periodista universitario.
—¿Conocés personalmente a otros escritores puntanos?
—Claro, conozco a muchos escritores puntanos… Tengo un aprecio muy grande por la señora «Beby» Torres de Mugnaini, quien me llamó escritor por primera vez. Eso lo llevo siempre en mi corazón.
—¿Qué tenés para decirle a los más jóvenes?
A los más jóvenes les puedo decir que si les gusta escribir, nunca dejen de hacerlo. La vida en sí misma es compleja, y hay muchos obstáculos, pero nada debe nublar el objetivo… Como dice una canción de Mago de Oz: «Cuando un sueño muere, es porque se ha hecho real…», por lo que si escribir es un sueño, debe morir en la realidad misma. Y siempre nutrirse cada vez más de la lectura, leer, leer y leer. Y, sobre todo, para ser escritor (buen escritor) primero hay que ser buena persona; siendo así el resto llegará por añadidura.
Compartimos aquí unas letras, autoría del joven periodista tomense:
Cuestión de 30
Una taza de café es ideal para la reflexión interna. A diferencia del mate -que es más rico cuando se consume en comunión con amigos- el café tiene un halo de misterio que lo hace irresistible a quienes desean unos minutos en genuina soledad para reflexionar o simplemente estar en silencio. Marcos deleitaba el ritual del café, pero con el agregado de su tabaco para pipa.
Todas las mañanas llevaba a cabo ese hábito, y solucionaba los problemas del país en el bar de la esquina Anchorena y Juncal, casi siempre con el mismo rito. Primero, invariablemente primero, separaba la silla de madera (casi acariciando delicadamente las baldosas); luego colgaba el saco de paño y culminaba llamando con un gesto imperceptible al mozo. Además, cuidaba que nadie estuviera cerca, ya que deleitaba de su pipa en silencio.
Luego de la cuarta o quinta bocanada pasó algo que jamás pensó vivir: detrás del auto estacionado, se encontraban unos ojos que jamás imaginó en su vida. Eran unos diamantes tan puros que simulaba la transparencia de un ángel, de la luz, del agua. Eran unos ojos realmente maravillosos y dichos cristales parecían escurrirse en cada segundo que pasaba.
La muchacha, dueña de tales ojos, estaba a punto de seguir su paso por la siguiente cuadra. Probablemente estaba a unos treinta segundos de cruzar la calle, y esos fueron los treinta segundos -o mejor dicho treinta siglos- más largos de la vida de Marcos. Los treinta magistrados segundos de toda su eternidad.
Fueron prolongados porque lo desveló una disyuntiva: cruzar la calle y lograr que la joven aceptara una cita. En esos treinta segundos tuvo el tiempo de reflexionar sobre la mirada de la mujer. Los hombres por naturaleza suelen apreciar la belleza que camina por ahí, pero esto era diferente, eran unos ojos, eran unos labios, eran unas largas piernas, eran unas manos, era el destino.
Sintió la necesidad de cruzar y entablar el diálogo. Sin peros se levantó y miró primero al mozo, para hacerle un gesto de esos tan evidentes que no necesitan traducción, y el mozo -que era sabio- le dijo: cuando veas un destello en el mes de abril, guárdalo en tu corazón. Y Marcos tomo el consejo como suyo, internalizando cada diámetro, cada gota de palabra.
—¡Hola! —dijo.
Fue lo primero que se le ocurrió decir. Un “hola” tan chillón que se parecía al ruido del roce de metales.
La joven siguió su paso como si nada hubiera sucedido. Ignoró completamente a Marcos, y no sólo lo ignoró a él, sino que desacreditó la valentía de levantarse, dejar la pipa, el café, su momento. Fue ahí cuando de las blandas pupilas se veía un río de lágrimas, que poco a poco fue recorriendo su mejilla, luego su cuello, y en él la corbata de color amarillo.
Las lágrimas de Marcos fueron testigos de la inapetencia del destino en saciar un deseo, un sueño tan intenso y virgen al mismo tiempo. Caminó hacia el bar, encendió nuevamente su pipa y pidió un “Lagavulin” sin hielo para armonizar la acidez de su interior. En la primera bocanada -luego del hecho- pensó en la mujer, en sus ojos, su sonrisa; en la segunda pensó que tal vez se apresuró, que tendría que haber esperado unos días para volver a encontrarla, y en una de esas escuchaba más allá del “hola”; y en la tercera también pensó en la mujer, la pensó profunda, la pensó inmaculada. Fue entonces que suspiró y lloró con todo el dolor en el pecho.
Una hora más tarde apagó y limpió tranquilamente el tubo de humo. Pagó el café, el whisky, y se fue con su mirada abatida, vagamente intranquilo por una derrota, pero seguro de haber intentado ir al frente.
Treinta años más tarde, en la misma esquina Marcos seguía fumando su pipa y el café estaba acariciando sus dientes, cuando de pronto una mirada se le hacía conocida. Nuevamente pasaba por delante aquella muchacha, y volvió a ver sus ojos, sus manos -un tanto arrugadas-, su piel, sus piernas, su aliento. Y dijo:
—La vez pasada no me diste oportunidad de presentarme. Me llamo Marcos.
Y antes de que la mujer pudiera decir algo, él llevó su dedo índice hacia la boca como haciéndola guardar silencio, y le dijo:
—No digas nada. Tal vez sea un loco, tal vez lo que diga suene a calumnias, pero te amo. Te amo tanto que en estos treinta años he pensado en ti cada mañana, te amo tanto que vengo a este bar con la intención de encontrarte, y aunque me habían dicho que no eras de esta ciudad, siempre tuve la corazonada de que un día volverías a pasar por estos lugares. Te amo tanto sin conocerte, que te conozco entera y quiero que seas la mujer de mi vida. Te amo en la totalidad de la palabra. Simplemente te amo.
Y la joven, que ya no era joven, le contestó con el beso más dulce del mundo.
Marcos tuvo que vivir treinta años acompañado de su pipa, del café, del bar, para darse cuenta de que aquella primera impresión (la de los ojos maravillosos) fue en realidad un reflejo del futuro. Debían pasar treinta años para que el cosmos moviera las fichas, y de una vez uniera las almas.
Treinta años difíciles, pero treinta años mágicos, tal vez el presagio de los treinta segundos, pero tiempo al fin, tiempo y oro. Lo único que separaba a Marcos de la joven era el tiempo, y ese día, ese 30 de junio, al fin derrotaron el obstáculo.
Nota para Caminos de Tinta: Keno.
Edición y corrección: Sinforiano Digital.
Fotos: Cortesía Nicolás Gatica Ceballos.