«Ese dolor sin nombre», por Gabriela Pereyra
Termino de leer una historia de amor en un sitio web extranjero, una madre y un padre que pierden a su bebé tres días después de nacer. La reflexión que me impacta es sobre algo ya vivido, no hay una etiqueta para la pérdida de un hijo. Sí al revés, si un niño pierde a alguno de sus padres se vuelve huérfano de… Si alguien pierde al esposo o esposa es viuda o viudo y así. Pero lo antinatural es innombrable. Causa tanto dolor que no hay palabra que lo represente porque nada alcanza, hasta la palabra muerte se escabulle por un tiempo. Duele, quema, resquebraja y apaga. “Se fue”, “voló”, “ya está en paz”, “ya es un ángel”, “es libre de su cuerpo”, “no era para este mundo” y podría seguir hasta el infinito como infinito es ese desgarro.
Alguien dijo por allí que una pérdida así te avisa que estás más a salvo cuando lográs contar una anécdota de ese ser, un sueño que tenías con ella o él y al terminar las frases no se te estruja una lágrima en la garganta que sube hasta tus ojos y quiere lanzarse por las pestañas. Creo que es cierto. Estar a salvo para seguir, aunque antes hayas seguido por inercia.
Entiendo lo que pide esa madre de la nota, su bebé es aún su único hijo, y por su partida ella ha perdido su título de madre y sin embargo siente que lo es. Pero la sociedad no sabe qué hacer con esos casilleros cotidianos y los llena mal, o los tacha.
Cuando alguien me pregunta cuántos hijos tengo, también para los casilleros, digo dos, pero al seguir llenando, los datos no admiten lugar para lo que uno lleva consigo. Como edades, y otros requisitos. No hay un casillero que diga, hoy tendría, hoy cumpliría, ni tampoco explica que uno quiera quedarse en esos dos años y medio, aunque el otro hijo haya seguido su crecimiento. Porque tengo dos años y medio de recuerdos. Recuerdos que a veces se esfuman y eso también duele, olvidar una voz, una mirada, una difusa carcajada y ni hablar de ese aroma que es huella digital de cada uno. Siento sana envidia de los que aun ante una pérdida innombrable conservan videos capturados fácilmente con un celular, yo no tuve eso y hasta las fotos se envejecen y eso asusta. Porque todo dependerá de la claridad de mi mente y su capacidad de abrazar recuerdos para buscarlos cuando quiera.
Algo más se desprende de esa nota y también lo comparto. Uno no sabe qué hacer con la muerte de un hijo, pero la gente no sabe qué hacer con nosotros. De repente nos llenan de compañía, pero cuando pasa el tiempo huyen como si algo fuera contagioso y con mejores o livianas expresiones arrojan una catarata de lugares comunes como cuerdas para aferrarnos y salir de ese lodo que nadie entiende, pero sin darse cuenta, esas mismas cuerdas a veces ahorcan nuestras ganas.
Nadie puede ponerse en este lugar, y ese tal vez sea una primera puerta para que ese dolor no espante. Cada duelo es realmente único y debe transitarse, huir no es una opción, tarde o temprano te atrapa, te llena de ¿por qué?, te enfurece, te hace negar la existencia de todo, te resigna, te renace y te trasciende. Te elige. Estamos llenos de marcas y formalismos, crueldades de las que ni la muerte se salva. Podemos llenarnos de encuentros, prefiero contagiarme un dolor y no una indiferencia. Así como algunos somos elegidos para sobrevivir a la ausencia, a las noches en vela, a la búsqueda incansable en otros rostros y gestos de alguien que ya no está. A honrar la vida en su nombre y aguardar el reencuentro. Esas madres y padres de la nota que escriben los nombres de sus hijos muertos en la arena para que el mar los acaricie y los acune, sólo están gritándole al universo que no les dio nombre a estos dolores: el nombre de mi hija, de mi hijo, no se olvida.
Mónica Gabriela Pereyra, para La Opinión.