En busca de la revolución que no fue
Eric Hobsbawm identificó al campesinado como el verdadero sujeto revolucionario de América Latina.
En 1936 Eric Hobsbawm –19 años, comunista y aprendiz de historiador– viajó a España en bicicleta, para ver qué pasaba y eventualmente sumarse al bando republicano. En la frontera fue detenido, interrogado y expulsado por una patrulla anarquista, que lo creyó un espía. Fue la única vez en que este revolucionario convencido estuvo cerca de una revolución real. Más tarde, ya historiador, concluyó que después de 1848 Europa occidental había abandonado la senda revolucionaria, y que debía buscarla en otro lado.
Al comenzar la década de 1960 encontró en América Latina la tierra prometida. Luego de un temprano viaje a Cuba –donde volvió una sola vez, en 1968– frecuentó regularmente el continente, un poco como historiador, buscando nuevos ejemplos de sus “bandoleros” y “rebeldes primitivos”, pero sobre todo como “turista, connaisseur revolucionario” –así se definió–, con la esperanza de ver crecer y madurar los brotes de la insurgencia. Su colega, camarada y amigo Leslie Bethell ha reunido sus escritos sobre América Latina, más políticos que académicos, en un volumen para el que eligió el mejor de los títulos posibles: Viva la Revolución.
En su primera impresión latinoamericana constató los contrastes entre la pobreza y el esplendor. Percibió los cambios acelerados en la economía y en la sociedad, la debilidad de las instituciones políticas, la falta de futuro de los nacionalismos populistas, y sobre todo un “despertar del pueblo” que presagiaba grandes cambios.
El marxista había identificado el sujeto revolucionario. A diferencia de Europa o de la Rusia de Lenin, no se trataba de la clase obrera sino de los campesinos, esa “clase de baja clasidad” cuyas potencialidades revolucionarias –descartadas en sus libros clásicos– descubría en el mundo latinoamericano. Por un camino paralelo al del realismo mágico en boga, encontró que en América Latina todo era posible; que un simpatizante del nazismo podía trasmutarse en líder revolucionario y que las viejas concepciones eran inútiles para explorar una realidad distinta.
Sus esquemas marxistas más rígidos se habían flexibilizado con los estudios sobre los campesinos bandoleros. Pero el campesinado andino era otra cosa. Definió la estructura agraria como “feudal”, en los términos de la literatura del subdesarrollo de entonces, o en los del escritor José María Arguedas, que lo guió en la comprensión del mundo andino. Luego la convirtió en un “neofeudalismo”, cercano al “desarrollo desigual y combinado” de Lenin y Trotsky, originado en la irrupción del capitalismo, la misma que Arguedas narró en Todas las sangres.
Estos estudios estructurales fueron la concesión a su oficio de historiador. Lo que lo apasionaba era el mundo campesino, vasto, complejo, dormido pero amagando despertarse y desencadenar la revolución en el único lugar del planeta donde –pensaba por entonces– esta era posible. Para conocerlo, se internó en el mundo andino peruano y colombiano. En Colombia le interesó el bandolerismo endémico, pero concluyó que era escaso su aporte a la Revolución, con una mayúscula agregada que subraya el carácter absoluto que asignaba al término, y lo innecesario de cualquier definición.
La clave revolucionaria del campesinado residía en su diversidad. Estaban los squatters, ocupantes de tierras de frontera, las comunidades campesinas y los proto kulaks; pero la mayoría eran pequeños cultivadores obligados a trabajar en las haciendas. Él buscaba el embrión revolucionario en las ocupaciones de tierras, un fenómeno de larga data, regular y constante, hecho de explosiones localizadas, aisladas y en definitiva intrascendente. Recuperando otro tópico clásico del análisis leninista, afirma que allí estaban las condiciones objetivas de una clase potencialmente revolucionaria.
¿Cómo se produce el estallido? La pregunta lo lleva a los otros dos problemas clásicos del análisis marxista: las condiciones subjetivas y la coyuntura. Las tomas de tierras podían ser exitosas, e incluso derivar en núcleos de existencia prolongada, como los que estudió en las cercanías de Cuzco. Pero la Revolución requiere que las acciones se encadenen y confluyan en un territorio extenso, en un momento en el que la debilidad del Estado haga posible el estallido. Eso explica por qué en varias décadas de movilización campesina no se concretó nada trascendente.
En Colombia la Revolución estuvo rondando en 1948. El “Bogotazo”, una insurrección urbana desencadenada por el asesinato del líder populista Jorge Eliécer Gaitán, pudo haberse combinado con una movilización campesina densa y madura. No ocurrió porque faltaban las condicione subjetivas –una convicción compartida por los distintos sectores del pueblo–, así como una dirección capaz de formular esas convicciones y de organizar las acciones.
Hobsbawm se decepciona con los partidos de izquierda, que trasladan mecánicamente a América Latina los esquemas y las consignas europeas. Por ejemplo, se ocupan preferentemente de los obreros industriales, pese a que sus partidos en definitiva se nutren de campesinos indígenas. Huérfanos de rumbo, los distintos grupos izquierdistas oscilan entre el elitismo, el oportunismo o una burocratización paralizante.
En los años sesenta, el modelo fue la Revolución Cubana, un proceso sobre el que Hobsbawm fue llamativamente parco. Anota que, en los orígenes, Fidel era un líder populista. El Partido Comunista, que no lo había apoyado, le suministró la organización y los cuadros necesarios para gobernar. Ese apoyo, y la cruzada anticomunista que lanzó Estados Unidos, volcaron a Castro al comunismo. Eso es todo lo que dice de Cuba y del original caso de socialismo real.
En cambio explica extensamente los efectos negativos del modelo cubano de la guerra de guerrillas. Su éxito se debió a malas lecturas de la realidad, y a un entusiasmo acrítico por una experiencia en la que se mezclaban el romanticismo, la heroicidad, la juventud y el atractivo de una revolución exitosa, desarrollada con ritmo de rumba en un paraíso turístico que prefiguraba el Edén comunista. Las guerrillas de modelo cubano fracasaron en todas partes, con excepción de aquellas –como las de Colombia o Guatemala– donde existían condiciones para que la llama prendiera la hoguera. Fue una estrategia espectacularmente equivocada –afirma–, que costó vidas, cuadros, organizaciones y, sobre todo, que malogró oportunidades alternativas.
Estos argumentos sustentan su esbozo de la figura del Che Guevara, escrito poco después de su muerte. El verdadero Che –afirma– no tiene nada que ver con el mito del joven romántico, libertario y vanguardista que ya despuntaba. Su modelo fue Lenin: análisis riguroso de la situación y una estrategia desarrollada con decisión, sin consideraciones sentimentales que obstaculizaran hacer lo que era necesario. Su muerte no se debió al sacrificio por una noble causa, que le atribuye aún hoy la posteridad, sino a una evaluación errónea de la situación. El gran error de quienes adoptaron el guevarismo fue no advertir que el triunfo de la revolución en Cuba modificaba las circunstancias objetivas, al poner en alerta a Estados Unidos y a los gobiernos locales, que aprendieron los métodos de la contrainsurgencia.
El fracaso de la guerrilla no desalentó a este empedernido buscador de la Revolución. En 1970, pese a las fallas, la considera posible. En un texto singular, publicado en Socialist Register, hace un esbozo del camino correcto. Hay que flexibilizar la estrategia y las tácticas; la guerrilla rural debe tener un acompañamiento urbano, que no puede ser otra guerrilla sino insurrecciones como las que siguieron al Cordobazo –única mención a la Argentina en estos textos–. Para prosperar, la revolución debe extenderse y alcanzar al menos la dimensión nacional. Los campesinos necesitan acompañamiento: trabajadores, pobres urbanos, estudiantes, sectores medios, que pueden ligarse en un común programa antiimperialista. Pero sobre todo, necesitan una dirección con la mente abierta y creatividad, para percibir la ocasión y actuar conforme a ella.
Con esta preocupación analiza dos casos que no encajaban en los manuales: la revolución peruana iniciada en 1968 por los altos mandos militares, y la transición democrática al socialismo del Chile de Allende. Hobsbawm simpatizó con el general Velasco Alvarado, que realizó en Perú la más profunda de las reformas agrarias latinoamericanas, después de la cubana. No estaba convencido de que los campesinos la apreciaran. El sistema de cooperativas no incluía lo que suele ser su primera reivindicación: un pedazo de tierra para cada familia. En los grandes ingenios de la costa, nominalmente dirigidos por cooperativas, la gerencia seguía en manos de los mismos ingenieros de antaño.
¿Es esto una Revolución? La respuesta es negativa: no hay revolución sin masas que participen. En Perú las transformaciones vienen “desde arriba”, y los generales no tienen intención de movilizar a los campesinos. Pero se abre una oportunidad, si aparece el talento de una conducción lúcida, que no encuentra ni el Partido Comunista peruano, atado a los militares, ni en la hipercrítica izquierda trotskista.
Tan anómalo como el caso peruano fue en Chile la “vía democrática al socialismo” de Salvador Allende. En 1971 Hobsbawm está dispuesto a esperar y ver. El gobierno, en minoría en el Congreso, se arregló para obtener los recursos legales y avanzar en las grandes reformas, como la nacionalización del cobre, y más tímidamente, la reforma agraria. Pero falta un poder revolucionario fuerte y homogéneo. En el Frente Popular conviven un Partido Comunista homogéneo y disciplinado y un Partido Socialista compuesto por facciones enfrentadas. Tras de ellos no hay mucha masa movilizada: hay apoyo entre los mineros, reticencia entre los campesinos e indiferencia entre las masas de trabajadores urbanos pobres, cuya potencialidad revolucionaria descubre entonces. En esa línea agrega: tampoco hay un Fidel, capaz de comunicarse con ellas, hablándoles horas y horas. Se trata de un inesperado giro en sus ideas, pues ingresan en su horizonte las posibilidades de la desdeñada política populista.
La asesina dictadura chilena de 1973, a la que siguieron similares dictaduras en otros países del área, cerró el ciclo de escritos sobre América Latina de un Hobsbawm desencantado de su sueño revolucionario. Continuó viajando, se interesó por Brasil, trató a políticos y presidentes, asistió a reuniones académicas, fue homenajeado, pero prácticamente no volvió a escribir. Solo lo hizo en Años interesantes, sus memorias publicadas en 2002, diez años antes de su muerte.
Siguió sin hacer un balance de Cuba, y su ilusión sobre la revolución campesina se quedó sin sustentos: si bien Sendero Luminoso obtiene éxitos, no constituye un modelo que deba ser seguido. A la vez, subraya la importancia de las migraciones campesinas a las grandes ciudades y la formación de un mundo popular urbano de orígenes rurales recientes. Admite que las políticas genéricamente denominadas populistas también tienen potenciales revolucionarios. En 2002, celebró con champagne el triunfo de Lula en Brasil; entonces le preguntó a su amigo Leslie Bethell si no debían espera una nueva desilusión.
América Latina dejó de ser la tierra prometida de una Revolución –en la que tampoco cree demasiado–, pero conserva un encanto especial para el historiador: los procesos transcurren aquí de manera más acelerada, y a la vez diferente de la del núcleo del centro occidental. Si no es la tierra de la revolución, al menos es el paraíso de quienes, a través de la comparación de lo diverso, quieren entender la historia global. Un final menos épico pero probablemente más sabio.
Luis Alberto Romero es historiador, autor, entre otros, de ¿Qué hacer con los pobres?
Fuente: Revista Ñ.