El escritor que hizo grises los atardeceres

La Feria del Libro que se desarrolla en Buenos Aires repara una injusticia histórica y literaria al recordar a Mario Levrero, un escritor uruguayo considerado el secreto mejor guardado del país de Eduardo Galeano y Mario Benedetti.

Mario Levrero tenía una máxima de vida: el simple hecho de que suene el timbre de su casa no era motivo suficiente para abrir la puerta. Es por eso que hasta su hija tenía que llamarlo por teléfono para avisarle que iría a visitarlo. Por ese método fueron pocos los que pudieron ingresar a su casa y a su intimidad.

Pero los que entraban se encontraban en una situación despojada y relajada al punto que el escritor uruguayo los recibía en camiseta sin manga, pantalón corto, pantuflas y mate.

El autor de “La novela luminosa” desarrolló su carrera a la sombra de Mario Benedeti y Eduardo Galeano, dos colegas compatriotas y contemporáneos que disfrutaron del reconocimiento masivo. En el caso de Levrero, la difusión apenas alcanzó a un selecto grupo de lectores que, sin embargo, lo endiosaron hasta límites exagerados.

Es probable que el título de “escritor maldito uruguayo” le quede grande a Levrero, quien abrazó como temas preferidos en su literatura la descripción de lugares y la ruptura limítrofe entre realidad y ficción. Esos argumentos difieren considerablemente de los elegidos por los malditos europeos, aunque la forma de vida y la decisión de recorrer los caminos subterráneos del género indiquen alguna coincidencia.

Jorge Mario Varlotta Levrero es el escritor nacido en Montevideo que la Feria Internacional del Libro que se desarrolla por estos días en Buenos Aires decidió homenajear y darle una visibilidad inédita a 14 años de su muerte. Ya es hora de que el gran público conozca y disfrute de un autor absolutamente particular que escribió mucho y se floreó con un estilo único en el continente.

Por eso, la mención de Benedetti y Galeano, como podría haber sido la de Juan Carlos Onetti y Horacio Quiroga, por nombrar a otros escritores uruguayos, es caprichosa y nada tiene que ver en términos literarios con el ahora homenajeado. Las circunstancias de espacio, tiempo y lugar pueden haber sido una mera coincidencia.

El autor eligió su segundo nombre y su segundo apellido para encarar su vida editorial, en una actitud que sus amigos leyeron como el entierro de un hombre y el nacimiento de otro. En el momento en que Levrero publicó su primer cuento, “Gelatina”, en 1968, Mario tomó por asalto la vida de Jorge y nunca más fue el mismo.

Angel Rama, uno de los críticos literarios más respetados del continente, encolumnó a Levrero en una categoría que llamó “Los raros”, (que Leo Masliah –amigo del escritor- rechazó con insistencia) justamente por la temática de sus cuentos y una estructura narrativa que parecía compleja pero que guardaba una exquisita simpleza consistente en una técnica repetida: los capítulos de sus novelas empiezan con la respuesta a una intriga y terminan con el planteo de otra, que a su vez, se resuelve de inmediato en el posterior. Hay que ser muy hábil para mantener ese ritmo y esa intriga durante toda una obra.

Esa característica es extremadamente palpable en “La ciudad”, “Paris” y “El lugar”, sus tres primeras novelas que, casi sin querer, repiten el hilo argumental de referirse a espacios a veces claros, muchas veces difusos (en ese punto, el primero de los libros es una obra maestra que hace que el lector, literalmente, no tenga ni la más mínima idea de dónde está parado) y casi siempre misteriosos. Como no fue un plan escribir sobre esos tópicos y Levrero descubrió la casualidad, cuando tuvo que reeditar juntas a sus novelas iniciales encontró un nombre acorde: “La trilogía involuntaria”.

En Uruguay se llaman “librerías de viejo” aquellos lugares donde se acumulan ediciones antiguas y ajadas de ejemplares que rara vez llegan a best seller. Levrero heredó de sus padres uno de esos negocios siempre a pérdida económica pero en superavit de conocimientos. Fue allí donde empezó a gestar su incondicional apego a la literatura policial, que leyó mucho más de lo que escribió.

En las hojas amarillentas de los libros viejos, Mario creyó encontrar un hongo que –asentado por el paso del tiempo, la humedad y el deterioro del papel- emanaba una sustancia alucinógena que colaboraba en la adicción a las historias de detectives.

“La banda del ciempiés”, uno de sus últimos libros, es posiblemente el resumen perfecto de todo lo que leyó de los policiales clásicos. Un grupo de 50 forajidos que causa pánico en una ciudad estadounidense con una ola de robos y secuestros tiene la característica de hacer sus apariciones bajo el disfraz de un enorme gusano, similar a los que se usan para las celebraciones callejeras chinas.

Un detective lleno de tribulaciones, un policía en estado de indefensión absoluta, problemas diplomáticos con China, una prostituta que empieza a sentir cariño, una nena cautiva de delincuentes que no podría asegurar que pertenecen a la raza humana, muertos que no están muertos y un final tan inesperado como desconcertante conforman la novela que es pura revelación en menos de 200 páginas.

Los pocos estudiosos de la obra de Levrero, entre los que se encuentran alguno de los aspirantes a escritores que concurrieron al taller literario que dictó en su casa en los últimos años de su vida, acordaron una serie de indicios comunes en la obra del uruguayo. Uno de ellos –acaso menor- es la repetida utilización de la primera persona, un recurso que impulsó también en sus enseñanzas. El otro, más concreto y definitivo, es la supresión total de la barrera que divide la realidad de la ficción.

En las ocasiones que Mario escribió sobre fantasmas fue porque de alguna manera los vio merodeando por su casa. Cuando creyó escuchar cantar a Carlos Gardel en persona, no fue por un fenómeno de la imaginación, sino por la certeza total de que el cantor estaba a su lado. En ese punto, es necesario decir que el escritor era un fanático de la Parapsicología, a la que trataba y consideraba una ciencia hecha y derecha y sobre la que se atrevió a escribir un manual.

De modo indispensable, el humor fue un aspecto que realzó la obra del uruguayo y que entretejió en todas sus obras, con mayor injerencia en “Caza de conejos”, un cuento largo en que parece reproducir algunos diálogos de “El Chavo del 8”. Sin embargo, el carácter profundamente montevideano de Mario (que vivió mucho tiempo en Buenos Aires y un ratito en Burdeos), le puso un tono gris, de eterno amanecido, a sus escritos. En 2003, un año antes de su muerte, Levrero sufrió un preinfarto que le dio un susto grande a su familia, no tanto a él, que esperaba la muerte como quien espera el colectivo, con la certeza paciente de que en algún momento llegará. Los médicos que lo atendieron por entonces le dijeron que la única manera posible de evitar un segundo ataque era hacer un cateterismo para destapar una arteria bloqueada por años de consumo de tabaco.

Como su familia temía, el escritor se negó rotundamente a la operación y redobló la apuesta. Frente a un escribano le hizo firmar a su esposa y a sus hijos que, aún en las últimas respiraciones, no permitirían un tratamiento invasivo a su cuerpo.

El 30 de agosto de 2004, otra vez el corazón le dio una mala pasada al autor de “La máquina de pensar en Gladys”. Llamaron a una ambulancia a su casa que lo llevó al hospital más cercano. Mario iba en la unidad coronaria acompa- ñado de su ex esposa, Mabel Fernández, una de las firmantes del documento judicial. “No me vayas a traicionar justo ahora”, le dijo el escritor a quien lo acompañaba en su último momento. Ni siquiera hubo tiempo para ir en contra de su voluntad.

Levrero se fue lúcido, libre e incomprendido. Sin atender el timbre. Como vivió. Como escribió.

El Diario de la República.

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