Un libro que se oculta o se entrega al fuego para garantizar la propia supervivencia encarna el testimonio de una barbarie mayor, pocas veces documentada de manera tan potente como en «La Biblioteca Roja».
Un libro que se oculta o se entrega al fuego para garantizar la propia supervivencia encarna el testimonio de una barbarie mayor, pocas veces documentada de manera tan potente como en «La Biblioteca Roja», texto polifónico que mezcla el ensayo, la crónica y el registro fotográfico para narrar la recuperación de una biblioteca que en 1976 enterró un matrimonio cordobés que luego huyó a México.
Las varias acepciones del verbo arder permiten conectar dos planos decisivos en la vida de la artista y escritora Gabriela Halac: por un lado la evocación persistente del ritual incendiario que su padre se vio obligado a practicar con sus libros cuando ella todavía no había nacido; y por el otro ese sentimiento lacerante que le provocó la constatación de que ese patrimonio perdido había sido la condición excluyente para la supervivencia.
Esa idea de despojo sobre la que se constituyó el acervo familiar la acercó al artista y docente Tomás Alzogaray Vanella, cuyos padres, Dardo y Liliana, también habían tenido que desprenderse de su biblioteca, aunque mediante una decisión que a priori resultaba menos drástica que la quema: con ayuda de amigos, habían enterrado sus textos más incómodos -una selección que va desde los previsibles Marx y Trotsky hasta el impensado poeta Oliverio Girondo- en el patio de la casa que acababan de construir.
En la génesis de «La Biblioteca Roja» (Ediciones Documenta) hubo entrevistas a los Alzogaray Vanella en las que se explayan sobre la composición de la biblioteca, el clima de época y hasta el fallido intento de recuperar esos libros enterrados tras regresar del exilio, dado que el hallazgo de algunos ejemplares corroídos los disuadió rápidamente del operativo.
Télam.