Influencias literarias

Rilke, el poeta que releían Agüero y Rosales. Para el «Capitán de Pájaros», las “Cartas a un joven poeta” eran fuente de saber e inspiración, mientras que el vate de San Martín le dedicó una extensa oda al austríaco.

Rainer María Rilke, leyendo en Alemania en 1913.

Rainer María Rilke, leyendo en Alemania en 1913.

Atentos a las altas voces de su tiempo, Antonio Esteban Agüero y César Rosales, aparte de deslumbrarse por el Orfeo del continente, Pablo Neruda, sintieron también que desde Europa brotaba un eco original que se anudaba en las raíces más hondas de la humanidad.

“Lamento que no haya leído ‘Las Cartas a un joven poeta’ de Rainer María Rilke (1875-1926), porque si no sabría tantas cosas como sé yo de la vida y de las relaciones del hombre y la mujer… y no me hablaría más de… sino de Orfeo, del buen Dios, de las estrellas y las nubes y los sueños y los vientos que peinan y despeinan los cabellos y de los trenes que suenan a lo lejos y del río que canta entre las piedras y de la libertad… y lo haría cantando….”, le escribió Antonio Esteban Agüero a la incipiente poeta Beba Di Genaro.

«Las Cartas…» son testimonio y reflexiones de Rilke sobre su vocación poética que atravesaba ceremonialmente todos los ámbitos de su vida. Están dirigidas a Franz Xaver Kappus y constituyen una joya literaria póstuma.

Rosales también palpó el halo que envuelve la obra de Rilke. En su oda, el poeta de San Martín lo llamó huésped solitario. La soledad fue mancha y aspa en la poesía moderna aturdida por las guerras mundiales, y la generación literaria del 40 en San Luis se sintió atravesada por esos sucesos.

Con sus estrofas, Rosales se puso en la piel del austríaco: “Habitado por esa atmósfera que sobrevive a la sombría tempestad, cuando algo denso como el pulso del mar o el arpa de la selva resuena desde lejos en nuestros corazones, cuando algo hay que desata sordamente su furia, propaga su elemento de azufre, como un agua de peces desgarrados, como un viento de espadas cuyo clamor desborda las fronteras terrestres, cuando algo atroz predice que más allá de todo una gran sinfonía de nieve nos sepulta”.

Uno de los retratos más nítidos sobre Rilke lo dejó el escritor Stefan Zweig. “Pero la suya no fue una soledad pretendida, forzada o revestida de un aire sacerdotal como, por ejemplo, la que Stefan George celebraba en Alemania; en cierto modo, se puede decir que el silencio surgía a su alrededor, estuviera donde estuviera, fuera adonde fuera. Puesto que evitaba el ruido e incluso la fama (esa «suma de todos los malentendidos que se concentran alrededor de un nombre», como dijo él mismo tan bellamente en una ocasión), la ola de vanidosa curiosidad que lo acometía sólo salpicaba su nombre pero no a su persona. Rilke era un hombre muy poco accesible. No tenía casa ni dirección donde poderlo visitar, ni hogar, ni residencia fija, ni trabajo estable. Estaba siempre de camino por el mundo y nadie, ni él mismo, sabía de antemano hacia dónde se dirigía”, cuenta en “El mundo de ayer”.

Pasar inadvertido era el secreto más íntimo del lírico europeo. “Miles de personas pueden haber pasado al lado del joven de bigote rubio, un poco melancólicamente caído, y de fisonomía no destacable por ningún rasgo especial, algo eslava, sin imaginarse que era un poeta y uno de los más grandes de nuestro siglo; su rasgo más singular no se traslucía hasta que se entraba en un trato más íntimo con él: su carácter, reservado. Su forma de andar y de hablar era indescriptiblemente silenciosa. Cuando entraba en una habitación donde había gente reunida, lo hacía con tanto sigilo que casi nadie se daba cuenta. Luego permanecía sentado, escuchando en silencio, levantando maquinalmente la frente en cuanto parecía interesarle algo y, cuando se ponía a hablar, lo hacía siempre sin afectación y sin subrayar las palabras. Contaba las cosas con naturalidad y sencillez, como cuenta una madre un cuento a su hijo, y con el mismo cariño; era una delicia escucharlo, oír cómo el tema más intrascendente en su boca cobraba plasticidad y significación. Pero en cuanto notaba que se había convertido en el centro de atención de un grupo mayor, se interrumpía y se retiraba de nuevo a su papel de oyente atento y silencioso. Esta quietud se manifestaba en todos sus movimientos, en cada uno de sus gestos; incluso cuando reía, lo hacía en un tono que simplemente insinuaba la risa. La sordina era para él una necesidad y, por ello, nada le molestaba tanto como el ruido y, en la esfera de los sentimientos, la vehemencia”, narra Zweig y concluye el retrato con una confesión de Rilke: “-Cómo me cansa esa gente que escupe sus sentimientos como si fuera sangre -me dijo en cierta ocasión-. Por eso saboreo a los rusos como un licor que se toma sólo a pequeñas dosis”.

Zweig aporta que el elemental sentido de la belleza acompañaba a Rilke hasta en la ropa, cuando armaba el equipaje o en su facilidad para conversar más con mujeres que hombres.

El activista social agrega que Rilke, a su vez, significó para los jóvenes un estímulo de otra naturaleza, que completaba el de Hofmannsthal con un efecto sedante. “No era necesario darnos por vencidos enseguida sólo porque de momento escribíamos cosas imperfectas, inmaduras e irresponsables, pues a lo mejor éramos capaces de repetir, ya no el milagro de Hofmannsthal, pero sí el ascenso más pausado y normal de Rilke”, señala.

Por otro lado, para el poeta mexicano Octavio Paz, es innegable la influencia del gnosticismo y la filosofía hermética en la poesía de Rilke. De allí la profusión de símbolos y la constante evocación a lo invisible en su lengua materna que era el alemán.

El creador de los “Sonetos a Orfeo” se sabía transitorio, y aguardaba con estoica paciencia -influenciado por el escultor francés Rodin- el dictado de un verso, tal como aconseja en sus cartas.

Así le llegó el poderoso inicio de las “Elegías de Duino” durante un paseo por el castillo: “¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?/, y aún en el caso de que uno me cogiera/ de repente me llevara junto a su corazón: yo perecería por su/ existir más potente. Porque lo bello no es nada/ más que el comienzo de lo terrible, justo lo que/ nosotros todavía podemos soportar, /y lo admiramos tanto porque él, indiferente, desdeña/ destruirnos. Todo ángel es terrible”.

En la literatura puntana es interesante atender cómo dos coterráneos sintieron las auroras “rilkeanas”. Agüero propuso un vida en poesía, Rosales estudió los orígenes mágicos de la poesía. Aunque con tonos y vivencias diferentes, los dos coincidieron en este excepcional poeta.

Quizás, por estar rodeado de tanta hermosura natural, Agüero fue más afirmativo. En cambio la temprana lejanía de su pago a Rosales le trazó un pantanoso exilio interior. Sin embargo, ambos, sumergidos en los poemas de Rilke, vivieron con la bella urgencia por expresar lo indecible.

Al pie de la letra, los puntanos siguieron la misión que el austríaco describió: “…era como un hombre que oye una lengua maravillosa, y febrilmente, se propone escribir poesía en esta lengua”.

Nota: Matías Gómez.

Foto: Web.